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Mar 16, 2015
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En la ciudad de la niñez perdida

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No quiero ver a los niños secuestrados por las pantallas, sino corriendo con el viento, trepando arriba de los árboles, metiendo otra vez las manos en la tierra para tocar el cielo…”

No quiero ver a los niños secuestrados por las pantallas, sino corriendo con el viento, trepando arriba de los árboles, metiendo otra vez las manos en la tierra para tocar el cielo. Quiero jugar a las escondidas con ellos, para encontrar al niño que perdí dentro de mí mismo. Quiero que ese niño que alguna vez fui venga corriendo a abrazarme y me diga: “¡Despierta, estás vivo!”.

Fuente : http://www.elmercurio.com/

 

Soy un privilegiado: mi casa está llena de niños. Corren, revolotean, saltan, ponen el mundo patas para arriba, no le dan tregua a mi adultez ni le permiten sentarse en sus laureles. Al revés de mis compañeros de generación que comienzan a sufrir el síndrome del “nido vacío”, estoy rodeado de pájaros y niños. Pájaros y niños se devoran toda el agua y el aire de mi jardín y me llenan de oxígeno. Ya se rompió la frontera que algún día creí inexpugnable entre el jardín y mi biblioteca. Lo que en mis tiempos de neurosis perfeccionista pudo parecerme una catástrofe, hoy me parece una fiesta. Releo un gastado ejemplar de una revista de un solo número, “David”, dirigida por el poeta Eduardo Anguita, del año 1953, en la que se hace una encuesta sobre “qué es el paraíso”. Escriben filósofos, psiquiatras, escritores y… niños.

Genial idea del poeta Anguita de otorgarles a los niños la misma autoridad de sus amigos intelectuales para hablar sobre el paraíso. ¿Hay alguien con más autoridad para hablar del paraíso que los niños? ¡Y hay tanto gigante egoísta que cierra las puertas de su jardín para que los niños no vengan a molestarlo!

Recuerdo haber leído una vez en un restaurante de Alemania un cartel que decía “No se admiten perros ni niños”. No hay nada más patético que un anciano fóbico con los niños, ni nada más hermoso que una conversación de igual a igual entre un niño y un viejo. El niño y el abuelo se encuentran en los extremos de lo real, y ambos saben lo que nosotros ignoramos u olvidamos: que el tiempo es un niño que juega con nosotros, y que vivir en serio es vivir jugando. Otra vez Anguita: “Niño, niño mío, nómbrame sin pestañear/ en un segundo/ las dinastías reinantes-siglos, siglos/ los monarcas desgajados/ Abuelo, abuelo, nómbrame siglos sin pestañear, en un instante/ antes que el ruiseñor concluya la nota de su silbo”.

Los niños aprehenden el mundo a una velocidad impresionante y nosotros, para alcanzarlos en su vuelo, tendríamos que desaprender primero, limpiar nuestra memoria de ideas hechas, de “conocimientos”. El verdadero aprendizaje tiene que ver con la admiración y la maravilla. Por eso, ¡no les quitemos a nuestros niños la infancia prematuramente!

Lo dijo Gabriela Mistral en su doble faceta de maestra y amante de los niños: “No coloquéis sobre la lengua viva la palabra muerta”. ¡Cuántas palabras gastadas cargamos desde niños como peso muerto! Da pena ver a esos niños que van al colegio con mochilas tan cargadas, como si adentro de ellas llevaran piedras. Señor ministro de Educación: ¿cuándo abriremos un debate sobre qué hay que enseñar en nuestras escuelas? ¿Cómo salvar a los niños de la ramplonería escolar, del didactismo huero que mata el asombro a temprana edad? Y, por otro lado, ¿cómo proteger a la infancia de los peligros de un mundo digital donde todo está sobreexpuesto y corren el riesgo de desaparecer el secreto, el pudor y el misterio? Dice René Char: “El hombre no puede vivir sin una cuota de misterio delante de sí”. No hay nada más misterioso que la infancia ni nada más predecible que la adultez.

No quiero ver a los niños secuestrados por las pantallas, sino corriendo con el viento, trepando arriba de los árboles, metiendo otra vez las manos en la tierra para tocar el cielo. Quiero jugar a las escondidas con ellos, para encontrar al niño que perdí dentro de mí mismo. Quiero que ese niño que alguna vez fui venga corriendo a abrazarme y me diga: “¡Despierta, estás vivo!”.

No quiero la paz de los cementerios ni la fría planicie de las pantallas digitales donde el rostro limpio de un niño rebota y se encuentra con los “zombies”. Escribo esto mientras mis niños, en el segundo piso de mi casa, duermen. Tengo miedo de que ya no despierten como tales, sino como adultos, y comiencen a hacerme preguntas razonables. Quiero ir a buscarlos ahora al país de los sueños antes que se pierdan para siempre. Un, dos tres… ¡salí

Article Categories:
Relaciones humanas
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