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May 12, 2010
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Mujer y Comunicación

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Antes de alegar, pensar      

Las mujeres son más sensibles y detallistas que los hombres. Pero para que esa característica sea un aporte en la relación, debe ir aparejada de una buena cuota de realismo y tolerancia.
Los gritos, los alegatos o los comentarios negativos espontáneos que hacen las mujeres a sus maridos muchas veces tienen una base correcta. Se deben a que él rompió un frasco de perfume, llegó del trabajo más tarde de lo que había dicho o se puso una camisa que no combinaba con el pantalón. Pero aún así, muchas veces esas expresiones hacen más daño que bien a la relación. ¿Por qué?

Fuente: http://www.hacerfamilia.cl/index.php?option=com_content&view=article&id=234:antes-de-alegar-pensar&catid=7:vidamatrimonial&Itemid=23

Esclavas de las emociones
Un mismo comentario puede tener efectos muy diferentes según el contexto y la forma en que se dice. Por lo tanto, saber que se tiene la razón no es motivo suficiente para hablar de inmediato. Menos validez aún tiene la frase “No pude evitarlo, reaccioné así”. Eso podría decirlo un animal… si es que hablara. Pero los seres humanos no sólo tenemos emotividad, sino además inteligencia y voluntad. Estas dos facultades deben mediar entre el sentimiento y la reacción. Con la inteligencia ponemos las cosas en una balanza y reconocemos lo malo y lo bueno, y con la voluntad elegimos qué hacer y cuándo hacerlo.
Entonces, actuar porque “así se dieron las cosas”, porque “me dio mucha lata” o porque “me saca de mis casillas”, no es válido. Eso, en todas las relaciones interpersonales, pero sobre todo en la matrimonial: actuar guiada por el sentimiento quiere decir que no se está actuando con vistas del bien de la pareja. No se trata de tragarse las emociones ni de ser sumisa, sino de encontrar o provocar el momento adecuado y usar la forma apropiada, sin exageraciones. Además, cuando el otro percibe que la motivación detrás de la queja es el amor y no la manía, se vuelve más flexible y dispuesto a escuchar.

¿Defecto o modo de ser?
Esta pregunta es necesaria hacérsela antes de proponer un cambio en la otra persona. Porque no todo lo que a uno le parece mal es en realidad objetivamente malo. Muchas veces se trata sólo de modos de ser distintos o de una falta de tolerancia en quien critica. ¿Qué es mejor hacer cuando queda poco champú: poner el envase cabeza abajo o echarle un poco de agua para facilitar que salga? Ninguna de las anteriores. O, ¿está equivocado un hombre al que no le gusta bailar? Tampoco. Por supuesto que en un matrimonio se pueden pedir mutuamente pequeños cambios que mejoren la convivencia. Pero eso es distinto a exigirlo como si uno tuviera la verdad absoluta y el otro estuviera completamente errado.
Cuando efectivamente hay un rasgo dañino -por ejemplo, un vicio, un mal genio profundo o un pesimismo que tiñe todo- es un deber de la pareja ayudarlo a que mejore. Pero jamás descalificando, sino de manera positiva. Esto no quiere decir que la mujer tome un rol de profesora o casi segunda madre de su marido. Se trata de alentarlo a que utilice sus propias fuerzas para crecer, madurar y alcanzar sus metas, convenciéndolo de que tiene la capacidad para lograrlo. Una vez que él se decide a cambiar y pone herramientas concretas para hacerlo, el rol de la mujer es apoyarlo y no estar midiendo los resultados en forma permanente. Su intento de superación es razón suficiente para enamorarse más de él.

No pedirle peras al olmo
Lo anterior no es una idea conformista, sino realista. Más aún teniendo en cuenta la parte de responsabilidad que tiene la mujer en el asunto: durante el pololeo y el noviazgo ella probablemente ya había notado ese defecto en su marido. Entonces, si se casó con él, es porque aceptó convivir con ello y amar a su marido con ese rasgo incluido.
De no ser así, hay que recordar que una de las gracias de pasar la vida entera con otra persona es llevarse permanentemente sorpresas, algunas negativas y muchas otras positivas. Hay que ser flexibles y ajustarse a la realidad: a la personalidad del otro, a la situación económica, a la edad, al estado de salud y a todas las consecuencias lógicas de la vida que se tiene. Las expectativas que tengamos deben tener concordancia con ese contexto, pues de lo contrario no se puede ser feliz. Por ejemplo, si un matrimonio acordó que los dos van a trabajar más para poder ahorrar, la mujer no puede luego enojarse con el marido porque se ven menos.

El que quiere, puede
La manera en que cada uno controla la manifestación de sus emociones depende de la propia personalidad y del aprendizaje que se haya recibido a través de las relaciones humanas. Sin embargo, ninguna persona está determinada por esa realidad: una de las características de los seres humanos es que somos perfectibles, es decir, que podemos mejorar. Así, si nos damos cuenta de que tenemos un descontrol de las emociones que daña nuestro matrimonio, debemos utilizar la voluntad para cambiar. Esto no sucede por milagro, sino por tesón: de tanto repetir un acto éste se vuelve hábito, es decir, una disposición. Aceptando las diferencias con los demás, nos volvemos tolerantes; haciendo actos de generosidad, nos hacemos generosos; mirándole el lado positivo a las cosas nos volvemos optimistas; y controlando la manifestación de las emociones, nos convertimos en personas prudentes.

Dos antídotos:
1. La autocrítica: Reconocer que uno no es perfecto, permite aceptar los defectos de los demás. Esto suena lógico, porque lo es, pero en la práctica lo común es que cueste bastante aceptar que una actitud propia es equivocada. Por eso, ver los defectos de los demás -cosa que sí nos resulta muy fácil- puede ser una oportunidad para analizar si esos rasgos están también presentes en nosotros. Es necesaria, entonces, una cuota de desconfianza en uno mismo que nos permitirá mejorar y, a la vez, ser más tolerantes con los errores ajenos.
2. Evitar el victimismo: Creer que los demás planean hacernos sufrir todo el tiempo, denota un exceso de egocentrismo y dramatismo. Por el contrario, saber dejar pasar algunos comentarios o acciones es signo de madurez (“Dar a las cosas la importancia que tienen”). La mujer debe bajar la guardia y enfocarse en distinguir qué necesita su marido de ella y cuáles de sus actitudes y comentarios lo hacen sufrir a él. Tampoco estaría de más aplicar con el marido la enorme capacidad de justificación que se tiene con los propios actos.

La afectividad en la mujer
Si la mujer no se siente completamente aceptada y querida por su marido, no puede ser feliz y se enreda en pequeñeces. Por eso, es fundamental que ella se conozca a sí misma con sus sentimientos para distinguir qué insatisfacciones son consecuencia de una carencia suya (como falta de tolerancia, facilidad para frustrarse o celos enfermizos) y cuáles son provocadas por actitudes del hombre que él debiera corregir.
Cualquiera sea la causa, es clave resolver la situación como matrimonio, ya que un descontento permanente, por pequeño que parezca, puede causar estragos. Hay que tener presente, además, que no hay sentimiento equivocado: aunque parezca infundado es una realidad para quien lo experimenta.

Para grabarse en la memoria
1. Aceptar las situaciones no quiere decir que no se luche por mejorarlas.
2. Al detectar un defecto, esforzarse por recordar las cualidades. Que un detalle malo no nuble la visión de todo lo bueno.
3. No desanimarse cuando el otro no reacciona todo lo bien que uno espera. Todos somos diferentes.
4. Por mucho que se tenga la razón, jamás tratar al marido con agresividad o descortesía. Hay que aprender a discutir de la manera que lo harían dos personas que se aman. 
5. Al percatarse de una dificultad con el marido, buscar una solución real en vez de sólo quejarse, rabiar o llorar.
 

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Mundo de la mujer
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